viernes, 29 de enero de 2016

A pesar de los pesares: vivos.

Es en honor al grupo de Periodismo 5to, del curso 2015-2016, o sea los autores de este blog. Esta fue nuestra primera aproximación al ensayo...recordamos a nuestros profesores de siempre, en especial a Giselita quien nos dio esta asignatura. 
Autores: todos los estudiantes de la carrera
Publicado por Cecilia Herrera Delisle
 A Santiago..


En la tierra que hoy llamamos Santiago de Cuba, antes de 1492 ser un veinteañero era ser un viejo. Después de tal fecha esa condición de adultez descendió todavía más, gracias al bárbaro contacto de la conquista española, hija de la aun más bárbara civilización occidental. Los aborígenes que por suerte y desgracia estuvieron aquí entonces, murieron por bandadas, despeñados, tragados por los bosques, podridos en los riachuelos, comidos por los carroñeros. Como diría Neruda: Cuba, te subieron al potro, te cortaron la cara, te violaron, y los huesitos de tus hijos se los disputaron los cangrejos.


Cinco siglos nos separan apenas de los destellos rústicos de lo que se erigiría en el horizonte de la conquista bajo la mirada de Santiago Apóstol. Cinco siglos en los que la historia movió  pesadamente sus piezas para perpetuar el elixir de una cubanía inédita.

El arte llegó acompañado del fuego y el acero. En sus talleres se fundieron los estilos adoptados del viejo continente y el toque personal de los que se postraron ante las imágenes divinas de los dioses ecuestres.
Pero aquellos que aun guardaban su autoctonía, entre el humo del tabaco ritual y los modestos bohíos, barbacoas y caneyes, aprendieron a convivir en la sombra de los muros. Algunos hasta fueron obligados a vender su alma por el capricho dorado de los conquistadores; el mismo capricho que los obligó a empuñar las lanzas cual mítico Caupolicán en los Andes del Caribe. 
En las postrimerías del siglo XV, cuando en Castilla y Aragón se escuchaban campanadas de nupcias,  y de los lúgubres burgos europeos se anunciaba el progreso; al otro lado del Atlántico, caras pintadas y pieles desnudas, arrojaban conchas, huesos, varas, todo al fuego. Y le hablaban los dioses, los mismos dioses que descendieron una vez de grandes navíos,  con sus báculos que escupían fuego, y sus pieles brillantes que los hacían inmortales, con sus caras rosadas y sus ojos azules.
Durante el siglo XVI la Villa sufrió los embates de la codicia europea. Salteadores del mar, merodeadores de la costa – corsarios y piratas, si se entiende mejor- redujeron a cenizas las murallas silenciosas y cayeron una y otra vez como lobos sobre el rebaño del pastor. De la misma forma sufrieron las piedras los tormentos de sus desgraciados hijos: mudas ante el clamor de libertad que sacudía el polvo de sus cimientos,  y supieron mantenerse firmes como la madre de los Maceo ante el cuerpo ensangrentado de su Antonio.
Corría entonces el siglo XVIII, las renovaciones habían cambiado el semblante de la ciudad, el eclecticismo y el mudéjar daban a luz las estructuras arquitectónicas que se transformarían en símbolos de la Villa. El arte y la religión se daban por fin la mano en el esperado baile de la estética, danza que no se detuvo durante los casi cuarenta años de República neocolonial; hasta que aquella mañana de la Santa Ana pareció cambiar su ritmo, y alguien aseguró ver sonreír a la ciudad por primera vez.
Cinco siglos parecen insuficientes para contar la “historia de las casas” en Santiago. Vendría a colación entonces la pluma histriónica del Apóstol cuando hacía remembranza de las disímiles viviendas que narran la existencia humana. Pero sin remitirnos a esa exquisita palabra martiana, Santiago de Cuba solo necesita un vocablo para sintetizar estas cincuenta décadas: antigüedad.
Recorrer sus calles es ver en ellas el rostro de los padres fundadores, del gran colonizador, de los campos de batalla independentista, de las huelgas clandestinas, y sobre todo, de los hacedores de la Revolución. Reflejo que encuentra rápida lógica en el antiquísimo fondo habitacional: casas, que por si solas, cuentan las triunfantes y oscuras hazañas que vivieron. Casas que sujetas a medio lado albergan en su interior a aquellos que continúan despertándose por esta ciudad.
Esas mismas casas que en octubre de 2012 sucumbieron ante la fuerza gigante de la naturaleza, ante la magnitud imponente de un huracán que levantó sus cimientos, y arrastró con el sus paredes. Sandy, cual ventilador de empuje brutal, dejó cabellera suelta y enredada en Santiago; dejó en polvos una urbe que padecía achaques de anciana y que, tras su embestida, quedó en pedazos que aun faltan por recomponer. Pedazos que los santiagueros juntan, cual tablero de puzzle, en su bregar cotidiano por la caribeña tierra que les vio nacer.
Santiago: ciudad de acontecimientos trascendentales y legado imperecedero, que hoy atesora con carácter patrimonial, fue una vez más víctima de cataclismos que la condujeron a momentos de desesperación, y hoy se desdibuja de entre las líneas establecidas en este cuaderno, y cual cuadro surrealista, atrae, confunde y llama a la reflexión.
Santiago: Porque su gente sí tiene cosas, pero quiere más. Porque sabe mejor que nadie cuan engrandecedora es la historia, pero necesita en el presente buscar, ver más allá, crecer, vivir y crear. Porque les son impostergables esos aires de renovación, ese urgente renacer como fénix de sus cenizas, símbolo mítico de un glorioso ayer.
Esta tierra que huele a Latinoamérica, a fiesta del fuego, a mulato, a ron Bacardi, a sol caliente y a Cuba, arribó, empolvada por sus construcciones y coloreada por los nuevos aires, a su quinientos aniversario. Toda una gran revolución se ha levantado en torno al festejo y sus habitantes despiertan sintiendo que no es la misma. Muchos desconocen la algarabía habitual de Enramadas, convertida hoy en extenso boulevard, o la solitaria esquina de la Clínica de los Ángeles, que reboza con una notoria fuente de agua en una ciudad a secas.
Quinientos años que atraen visitantes nacionales y foráneos y que presentan una ciudad renovada, pero con dolores. Una ciudad alegre, que convida a recorrerla, a disfrutar de su cachumbambé natural, de su vista mágica y de su gente peculiar.  Esa misma gente que se sabe orgullosa de vivir la generación del medio milenio, la generación de un Santiago distinto.
Mas el paso arrollador de los quinientos, a semejanza de la popular conga santiaguera,  no deja solo sonrisa y toque de corneta china. De la Gran Piedra viene una melodía estruendosa, ya no tan divertida, un temblor conocido por la mayor parte de la ciudadanía.
Santiago deslumbra, recién remodelada, y hasta hace sentir orgullosos a sus hijos que, en la pobreza habitual y folclórica del hogar, apenas reparan en cuanto les falta, basta con extasiarse de cuanto tienen.
Más alla de la vistosa ciudad, de las Avenidas Garzón, las Américas, Trocha,  de las gigantografías y las luminarias fluorescentes, de los cuantiosos comercios, del ir y venir de vendedores ambulantes, más alla del centro histórico de la antiquísima urbe, 65000 personas esperan aun un techo, un hogar, una vivienda.
Santiago, aunque gran emporio, aun luce campechana, oriental, colorida. En medio de estilos eclécticos, de patios mozárabes, en medio de los balconcillos que un día acogieran a  las madres enérgicas y las novias afligidas, junto a la belleza y majestuosidad de la arquitectura colonial y republicana, emergen llamativos, pero desentonados, colosos de la cristalería. Tiendas, bancos, oficinas, intentan, mas no siempre logran, vivir en armonía con las edificaciones tradicionales. El poderoso motor de la modernidad insiste en ocupar espacios, en demostrar que el valor puede ser sacrificado en función de la utilidad, y por lo tanto –y amparados por el ejercicio de la democracia- pueden vivir lo antiguo y lo moderno, so pretexto de coexistencia pacífica.
Y en medio de una ciudad  estetizada de manera casi quirúrgica, a pocos meses del 500, comenzamos a develar sus ficciones: la mala calidad de las obras es consecuencia de la premura; la mayor parte de los servicios se aglomera en el centro urbano, el destino insiste en concentrarlo todo en las principales arterias descuidando, como quien olvida, que ya Santiago es más que la Villa.
Y es que los planes gubernamentales han concentrado todos sus esfuerzos en maquillar, más no en sanar, a la longeva novia de todos los santiagueros: su ciudad. Ciertos es que todos disfrutan sus beneficios, pero cada vez que la tierra nos recuerda que somos nada ante la fuerza de la naturaleza,  cada vez que sentimos latir su corazón a mas de 3 grados en la escala de Richter, nos percatamos de la debilidad de nuestras acciones constructivas.
Regresar a casa, tras un arduo día de trabajo, significa reencontrarse con las dificultades: sin techo, sin agua, sin comida. La vida encarecida por las nuevas leyes y la oferta demanda. El noticiero anuncia inversiones y cambios muy cerca de nosotros, en la bahía. La Alameda saluda alegre el nuevo paseo, la cervecera, las lámparas chinas. Pronto amanecerá y el santiaguero volverá a las calles, al trabajo, “a la lucha” y se sentirá orgulloso de la belleza que hoy exhibe la segunda capital de Cuba.
Y los dioses vuelven a manifestarse, ahora con naves más grandes, con luces más potentes, con cámaras fotográficas, que persiguen “la tierra más bella que ojos humanos hayan visto”, tierra de mulatas, ron y tabaco. Y lo que los hace inmortales ahora, son los tesoros que guardan en el bolsillo.
¿Será que la historia se resiste a ser olvidada, repitiéndose en cada siglo? ¿Será que nos hace ver lo que será en lo que ha sido?
Porque aunque El baluarte que antes defendía la ciudad,  hoy sea sitio para degustar comida criolla. Porque aunque el ritmo de la noche sea tan acelerado como la propia vorágine citadina, todavía en la sala Dolores se escuchan las partituras de Esteban Salas y Ernesto Lecuona. Y en las calles asfaltadas, asoman las viejas líneas del tranvía. Y en los mismos cristales de un banco que confiere modernidad a la urbe, se reflejan las columnas corintias del neoclásico cubano. Una casa, la más antigua de América, se resiste a perecer.
Y es que Santiago de Cuba es más que los hechos y personalidades que trascienden la historia formalmente contada, cada lugar y cada santiaguero forma parte, construye y transforma su herencia histórica. Vivimos insertos en una cotidianidad agitada, hostil y controversial, donde, no por gusto se demoniza el individualismo como un fenómeno que ciertamente nos ensimisma como ciudadanos, y nos convida en ocasiones a no mirar más allá de nuestras narices. Resulta vital entonces apostar también al lado positivo de lo individual, desde una perspectiva vivencial y participativa donde cada santiaguero se perciba en su entorno como una partícula viva de su historia, de su identidad, como entes verdaderamente importantes que pueden proyectarse en un sentido colectivo y trasformador.
Alimentemos al espíritu identitario desde la comunidad, no asociado al oficialismo  y sí insertado a las dinámicas actuales, para sentirnos responsables no solo del problema sino de la solución. La identidad está latente en todo cuanto hacemos, hasta cómo afrontamos los problemas, nos divertimos y cómo hablamos.
El esfuerzo estatal por la preservación de nuestro patrimonio cultural y de nuestros valores no debe responder a una necesidad contextual, como celebrar el medio milenio de la villa. Nuestros pregones, el testimonio de nuestras calles, por qué somos así y no de otra forma, la organicidad de nuestra ciudad, por qué pensamos de esta manera y no como el habanero, es la herencia histórica que debe superar las transformaciones.
No es solo renovar los rostros,  sino traspasar la epidermis de ellos, hurgar en su médula. Entender la esencia que por sacrificado legado es nuestra, en un sentido ambivalente y de retroalimentación, donde converjan nuestra representación social como santiagueros, el conocimiento verdadero y trasparente, y la  disposición concreta y atinada por parte de los aparatos pertinentes en las carencias y virtudes de esta vida santiaguera.
Siguió pasando la rueda de la historia, cinco vueltas de cien años dio hasta el sol de hoy, y los santiagueros están ahora tres y cuatro veces más cerca de la inmortalidad que sus adolescentes  abuelos aborígenes. Algunos incluso más cerca. Y eso, a pesar de la economía. La inmortalidad cuesta, no se puede calcular cuanto pero obviamente cuesta. Tal acercamiento a ella en tan solo cinco siglos mantiene a muchos santiagueros cascando rabias, humedeciendo dentaduras, armados de bastones y otros ingenios en las colas del transporte, del periódico, del pan, de la bodega, del estómago, del hígado; del corazón. Pero a pesar de los pesares: vivos.
Sí, quizás detrás del oráculo de Delfos, estaba sentado un viejo arconte sin otra compañía que sus viejos manuscritos.


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