Autores: todos los estudiantes de la carrera
Publicado por Cecilia Herrera Delisle
A Santiago..
En
la tierra que hoy llamamos Santiago de Cuba, antes de 1492 ser un veinteañero
era ser un viejo. Después de tal fecha esa condición de adultez descendió
todavía más, gracias al bárbaro contacto de la conquista española, hija de la
aun más bárbara civilización occidental. Los aborígenes que por suerte y
desgracia estuvieron aquí entonces, murieron por bandadas, despeñados, tragados
por los bosques, podridos en los riachuelos, comidos por los carroñeros. Como
diría Neruda: Cuba, te subieron al potro, te cortaron la cara, te violaron, y
los huesitos de tus hijos se los disputaron los cangrejos.
Cinco
siglos nos separan apenas de los destellos rústicos de lo que se erigiría en el
horizonte de la conquista bajo la mirada de Santiago Apóstol. Cinco siglos en
los que la historia movió pesadamente
sus piezas para perpetuar el elixir de una cubanía inédita.
El
arte llegó acompañado del fuego y el acero. En sus talleres se fundieron los
estilos adoptados del viejo continente y el toque personal de los que se postraron
ante las imágenes divinas de los dioses ecuestres.
Pero
aquellos que aun guardaban su autoctonía, entre el humo del tabaco ritual y los
modestos bohíos, barbacoas y caneyes, aprendieron a convivir en la sombra de
los muros. Algunos hasta fueron obligados a vender su alma por el capricho
dorado de los conquistadores; el mismo capricho que los obligó a empuñar las
lanzas cual mítico Caupolicán en los Andes del Caribe.
En
las postrimerías del siglo XV, cuando en Castilla y Aragón se escuchaban
campanadas de nupcias, y de los lúgubres
burgos europeos se anunciaba el progreso; al otro lado del Atlántico, caras
pintadas y pieles desnudas, arrojaban conchas, huesos, varas, todo al fuego. Y
le hablaban los dioses, los mismos dioses que descendieron una vez de grandes
navíos, con sus báculos que escupían
fuego, y sus pieles brillantes que los hacían inmortales, con sus caras rosadas
y sus ojos azules.
Durante
el siglo XVI la Villa sufrió los embates de la codicia europea. Salteadores del
mar, merodeadores de la costa – corsarios y piratas, si se entiende mejor-
redujeron a cenizas las murallas silenciosas y cayeron una y otra vez como
lobos sobre el rebaño del pastor. De la misma forma sufrieron las piedras los
tormentos de sus desgraciados hijos: mudas ante el clamor de libertad que
sacudía el polvo de sus cimientos, y
supieron mantenerse firmes como la madre de los Maceo ante el cuerpo
ensangrentado de su Antonio.
Corría
entonces el siglo XVIII, las renovaciones habían cambiado el semblante de la
ciudad, el eclecticismo y el mudéjar daban a luz las estructuras
arquitectónicas que se transformarían en símbolos de la Villa. El arte y la
religión se daban por fin la mano en el esperado baile de la estética, danza
que no se detuvo durante los casi cuarenta años de República neocolonial; hasta
que aquella mañana de la Santa Ana pareció cambiar su ritmo, y alguien aseguró
ver sonreír a la ciudad por primera vez.
Cinco
siglos parecen insuficientes para contar la “historia de las casas” en
Santiago. Vendría a colación entonces la pluma histriónica del Apóstol cuando
hacía remembranza de las disímiles viviendas que narran la existencia humana.
Pero sin remitirnos a esa exquisita palabra martiana, Santiago de Cuba solo
necesita un vocablo para sintetizar estas cincuenta décadas: antigüedad.
Recorrer
sus calles es ver en ellas el rostro de los padres fundadores, del gran
colonizador, de los campos de batalla independentista, de las huelgas
clandestinas, y sobre todo, de los hacedores de la Revolución. Reflejo que
encuentra rápida lógica en el antiquísimo fondo habitacional: casas, que por si
solas, cuentan las triunfantes y oscuras hazañas que vivieron. Casas que
sujetas a medio lado albergan en su interior a aquellos que continúan
despertándose por esta ciudad.
Esas
mismas casas que en octubre de 2012 sucumbieron ante la fuerza gigante de la
naturaleza, ante la magnitud imponente de un huracán que levantó sus cimientos,
y arrastró con el sus paredes. Sandy, cual ventilador de empuje brutal, dejó
cabellera suelta y enredada en Santiago; dejó en polvos una urbe que padecía
achaques de anciana y que, tras su embestida, quedó en pedazos que aun faltan
por recomponer. Pedazos que los santiagueros juntan, cual tablero de puzzle, en
su bregar cotidiano por la caribeña tierra que les vio nacer.
Santiago:
ciudad de acontecimientos trascendentales y legado imperecedero, que hoy
atesora con carácter patrimonial, fue una vez más víctima de cataclismos que la
condujeron a momentos de desesperación, y hoy se desdibuja de entre las líneas
establecidas en este cuaderno, y cual cuadro surrealista, atrae, confunde y
llama a la reflexión.
Santiago:
Porque su gente sí tiene cosas, pero quiere más. Porque sabe mejor que nadie
cuan engrandecedora es la historia, pero necesita en el presente buscar, ver
más allá, crecer, vivir y crear. Porque les son impostergables esos aires de
renovación, ese urgente renacer como fénix de sus cenizas, símbolo mítico de un
glorioso ayer.
Esta
tierra que huele a Latinoamérica, a fiesta del fuego, a mulato, a ron Bacardi,
a sol caliente y a Cuba, arribó, empolvada por sus construcciones y coloreada
por los nuevos aires, a su quinientos aniversario. Toda una gran revolución se
ha levantado en torno al festejo y sus habitantes despiertan sintiendo que no
es la misma. Muchos desconocen la algarabía habitual de Enramadas, convertida
hoy en extenso boulevard, o la solitaria esquina de la Clínica de los Ángeles,
que reboza con una notoria fuente de agua en una ciudad a secas.
Quinientos
años que atraen visitantes nacionales y foráneos y que presentan una ciudad
renovada, pero con dolores. Una ciudad alegre, que convida a recorrerla, a
disfrutar de su cachumbambé natural, de su vista mágica y de su gente
peculiar. Esa misma gente que se sabe
orgullosa de vivir la generación del medio milenio, la generación de un
Santiago distinto.
Santiago
deslumbra, recién remodelada, y hasta hace sentir orgullosos a sus hijos que,
en la pobreza habitual y folclórica del hogar, apenas reparan en cuanto les
falta, basta con extasiarse de cuanto tienen.
Más
alla de la vistosa ciudad, de las Avenidas Garzón, las Américas, Trocha, de las gigantografías y las luminarias
fluorescentes, de los cuantiosos comercios, del ir y venir de vendedores
ambulantes, más alla del centro histórico de la antiquísima urbe, 65000
personas esperan aun un techo, un hogar, una vivienda.
Santiago,
aunque gran emporio, aun luce campechana, oriental, colorida. En medio de
estilos eclécticos, de patios mozárabes, en medio de los balconcillos que un
día acogieran a las madres enérgicas y
las novias afligidas, junto a la belleza y majestuosidad de la arquitectura
colonial y republicana, emergen llamativos, pero desentonados, colosos de la
cristalería. Tiendas, bancos, oficinas, intentan, mas no siempre logran, vivir
en armonía con las edificaciones tradicionales. El poderoso motor de la
modernidad insiste en ocupar espacios, en demostrar que el valor puede ser
sacrificado en función de la utilidad, y por lo tanto –y amparados por el
ejercicio de la democracia- pueden vivir lo antiguo y lo moderno, so pretexto
de coexistencia pacífica.
Y en
medio de una ciudad estetizada de manera
casi quirúrgica, a pocos meses del 500, comenzamos a develar sus ficciones: la
mala calidad de las obras es consecuencia de la premura; la mayor parte de los
servicios se aglomera en el centro urbano, el destino insiste en concentrarlo
todo en las principales arterias descuidando, como quien olvida, que ya
Santiago es más que la Villa.
Y es
que los planes gubernamentales han concentrado todos sus esfuerzos en
maquillar, más no en sanar, a la longeva novia de todos los santiagueros: su
ciudad. Ciertos es que todos disfrutan sus beneficios, pero cada vez que la
tierra nos recuerda que somos nada ante la fuerza de la naturaleza, cada vez que sentimos latir su corazón a mas
de 3 grados en la escala de Richter, nos percatamos de la debilidad de nuestras
acciones constructivas.
Regresar
a casa, tras un arduo día de trabajo, significa reencontrarse con las
dificultades: sin techo, sin agua, sin comida. La vida encarecida por las
nuevas leyes y la oferta demanda. El noticiero anuncia inversiones y cambios
muy cerca de nosotros, en la bahía. La Alameda saluda alegre el nuevo paseo, la
cervecera, las lámparas chinas. Pronto amanecerá y el santiaguero volverá a las
calles, al trabajo, “a la lucha” y se sentirá orgulloso de la belleza que hoy
exhibe la segunda capital de Cuba.
Y
los dioses vuelven a manifestarse, ahora con naves más grandes, con luces más
potentes, con cámaras fotográficas, que persiguen “la tierra más bella que ojos
humanos hayan visto”, tierra de mulatas, ron y tabaco. Y lo que los hace
inmortales ahora, son los tesoros que guardan en el bolsillo.
¿Será
que la historia se resiste a ser olvidada, repitiéndose en cada siglo? ¿Será
que nos hace ver lo que será en lo que ha sido?
Porque
aunque El baluarte que antes defendía la ciudad, hoy sea sitio para degustar comida criolla.
Porque aunque el ritmo de la noche sea tan acelerado como la propia vorágine
citadina, todavía en la sala Dolores se escuchan las partituras de Esteban Salas
y Ernesto Lecuona. Y en las calles asfaltadas, asoman las viejas líneas del
tranvía. Y en los mismos cristales de un banco que confiere modernidad a la
urbe, se reflejan las columnas corintias del neoclásico cubano. Una casa, la
más antigua de América, se resiste a perecer.
Y es
que Santiago de Cuba es más que los hechos y personalidades que trascienden la
historia formalmente contada, cada lugar y cada santiaguero forma parte,
construye y transforma su herencia histórica. Vivimos insertos en una cotidianidad
agitada, hostil y controversial, donde, no por gusto se demoniza el
individualismo como un fenómeno que ciertamente nos ensimisma como ciudadanos,
y nos convida en ocasiones a no mirar más allá de nuestras narices. Resulta
vital entonces apostar también al lado positivo de lo individual, desde una
perspectiva vivencial y participativa donde cada santiaguero se perciba en su
entorno como una partícula viva de su historia, de su identidad, como entes
verdaderamente importantes que pueden proyectarse en un sentido colectivo y
trasformador.
Alimentemos
al espíritu identitario desde la comunidad, no asociado al oficialismo
y sí insertado a las dinámicas actuales, para sentirnos responsables no
solo del problema sino de la solución. La identidad está latente en todo cuanto
hacemos, hasta cómo afrontamos los problemas, nos divertimos y cómo hablamos.
El
esfuerzo estatal por la preservación de nuestro patrimonio cultural y de
nuestros valores no debe responder a una necesidad contextual, como celebrar el
medio milenio de la villa. Nuestros pregones, el testimonio de nuestras calles,
por qué somos así y no de otra forma, la organicidad de nuestra ciudad, por qué
pensamos de esta manera y no como el habanero, es la herencia histórica que
debe superar las transformaciones.
No
es solo renovar los rostros, sino
traspasar la epidermis de ellos, hurgar en su médula. Entender la esencia que
por sacrificado legado es nuestra, en un sentido ambivalente y de
retroalimentación, donde converjan nuestra representación social como
santiagueros, el conocimiento verdadero y trasparente, y la disposición concreta y atinada por parte de
los aparatos pertinentes en las carencias y virtudes de esta
vida santiaguera.
Siguió
pasando la rueda de la historia, cinco vueltas de cien años dio hasta el sol de
hoy, y los santiagueros están ahora tres y cuatro veces más cerca de la
inmortalidad que sus adolescentes
abuelos aborígenes. Algunos incluso más cerca. Y eso, a pesar de la
economía. La inmortalidad cuesta, no se puede calcular cuanto pero obviamente
cuesta. Tal acercamiento a ella en tan solo cinco siglos mantiene a muchos
santiagueros cascando rabias, humedeciendo dentaduras, armados de bastones y
otros ingenios en las colas del transporte, del periódico, del pan, de la bodega,
del estómago, del hígado; del corazón. Pero a pesar de los pesares: vivos.
Sí,
quizás detrás del oráculo de Delfos, estaba sentado un viejo arconte sin otra
compañía que sus viejos manuscritos.
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