Por Javier Labrada García
Los aromas de la mañana acompañan al trotamundos en su viaje a lo
desconocido, un sendero antaño recorrido por sus ancestros, los mismos que
ahora guardan los caminos del hombre, de sus recuerdos olvidados, de sus vidas
pasadas. Y aún el caminante se cuestiona, ¿acaso ya he visto estos ridículos
paisajes, las mismas ruinas que buscan imitar las civilizaciones antiguas,
monolitos testigos del tiempo, la desesperación y la impotencia, las laderas
que nunca vieron la tierra de otra forma (su vida solo tenía sentido si se inclinaban),
los arboles exhaustos del azote de los vientos, los otros hombres…, el resto de
ellos?
Ahora parecía recordar…Nunca equivocaron los hombres sus caminos. Los
destinos fueron escritos en las duras rocas bautizadas por el fuego purificador
de Sodoma y Gomorra; las montañas presentaron a sus hijos en los senderos, con sus
alforjas a cuestas y la mirada en el horizonte. Desde ese día su futuro y sus
nombres serían otros; su hogar: el cielo sobre sus cabezas. La era del nómada
ponía su primera piedra.
Ahora lo llaman “éxodo”, y alguien parecía estar contando la historia de
Moisés y el pueblo de Dios. La tierra tembló cuando las sandalias cruzaron los
límites de la vista, y la sombra encorvada ya no volvió su rostro para la
angustiosa despedida. Solo el Sol besó con un tenue resplandor la frente del
Prometeo liberado, que huye llevando en sus manos el fuego divino robado del
Olimpo.
En su célebre conferencia dedicada a La Habana en 1970,
Alejo Carpentier evocaba los días de su adolescencia, en las primeras décadas
del pasado siglo, cuando los límites entre la rural y lo urbano todavía eran
difusos, y aseguraba sin temor de experto que por ese entonces el “campo” aun
solía meterse en la ciudad de las más disímiles formas.
Así recordaba con añoranza las lecherías, donde se
vendía la leche fresca, recién ordeñada de las vacas que, esa misma mañana,
habían sido traídas desde los corrales cercanos a la urbe por unos recorridos
fáciles de seguir a través del hedor y la presencia física de las deposiciones
que los animales iban dejando a su paso.
Esa anécdota es el cruel reflejo de una
realidad. Disímiles atractivos, muchas veces exagerados empujaron a grandes masas de personas a migrar hacia las ciudades en busca
de unas posibilidades mejores para su existencia (o simple subsistencia).
Con esas personas, de hábitos específicos, muchas
veces marcadamente rurales, y el crecimiento paralelo de la marginalidad
citadina y las múltiples dificultades cotidianas, cambiaron el semblante de las
ciudades y las sorpresas aparecieron: ollas colocadas en las aceras para
cocinar con leña, cría masiva de cerdos incluso en el interior de viviendas con
mínimo espacio y la venta callejera de productos agropecuarios.
Así los recién llegados fueron moldeando la ciudad a
la imagen de feria de los milagros con un marcado sabor campestre, surcada por
arroyuelos de aguas albañales, lagunas en las furnias callejeras, parques
convertidos en solares yermos o vertederos. Es el lado oscuro de la migración
rural.
¿Migrar? Sí. Cuando el aldeano vanidoso sale a
explorar el mundo -mejor dicho, su aldea- eso es migrar. Abandonar un espacio con identidad para
llegar a otro con nuevas dinámicas sociales, nuevas vidas, nuevos vicios, y
tratar de mantener las propias o ir apropiando las nuevas para alcanzar el
añorado lugar en la comunidad.
En libros empolvados que el tiempo no recuerda se supo su génesis:
cuando el hombre levantó sus ojos queriendo encontrar al Creador, halló otro
mundo desconocido, palpó la pureza de formas familiares, edificó maquinarias,
expandió sus hogares, se cubrió del metal dorado que hace desvanecer las
conciencias, dejó atrás los extensos territorios vírgenes donde el resto de los
hombres ambicionaban también tener aquellas dispensas. Mentes privilegiadas del
tiempo la nombraron Revolución Industrial. Ahí comenzó la historia, y ya no se
detuvo.
En su aventura los hombres encontraron
rostros conocidos, algunos olvidados, los semblantes reencarnados de sus
antepasados que se desparramaron por el mundo en los albores de la humanidad.
Vienen a la memoria las palabras de Manuel Ruiz, el desgraciado protagonista
del Gallego de Miguel Barnet, cuando
ufano proclamaba que “una idea fija cambia el destino de un hombre”; sin
embargo el destino tiene sus propias ideas.
Los antepasados comenzaron a mirar las ciudades desde sus cúpulas
escondidas en las serranías, soñando con el día en que las brumosas estepas
oníricas dejaran caer sus lindes, y esas enormes metrópolis los llamaran a una
nueva y distinta vida.
No pensaron jamás que esa oportunidad vendría de la mano de una
catástrofe que enfrentó a los hijos de la tierra entre ellos; la Segunda del
siglo XX, que dejó para la historia pesadillas como bomba atómica, holocausto,
fascismo, y también la mayor expatriación que recuerde la humanidad.
Solo un siglo antes, un pionero en el
campo de la investigación social hacía de las suyas en el Viejo Continente: el geógrafo E.G. Ravenstein, que en el año 1885 daba a conocer sus
pretenciosas “12 leyes de las migraciones”, las cuales representan hasta hoy el
primer intento de las ciencias de generalizar y predecir las regularidades del
fenómeno migratorio.
Solo su pensamiento fue claro y concluyó que las
migraciones más importantes se producen desde las zonas rurales a las zonas
comerciales e industriales, persiguiendo motivos económicos y se intensifican
en la medida en que se acelera el desarrollo tecnológico. La segunda mitad del
siglo XX se demostró satisfecha con sus postulados.
Pero el color rosa que suele acompañarlo todo tuvo
también sus tonos grises. Los conflictos comenzaron, porque más que la simple movilidad de personas es un proceso de
desconstrucción y reconstrucción de vidas - que ya no volverán a ser las mismas
o que nunca lo fueron-, espacios, prácticas culturales y territorios. Todo
llega a su fin en la amalgama del cambio.
Algunas aldeas parecían haber convertido la migración
en un deporte. Muchos han perdido sus antiguas vidas en la eterna carrera
contra el progreso, unos han regresado con la desilusión secándoles el rostro,
otros han continuado sin llegar al final del sendero.
Muchas quimeras se evaporaron entre el rocío de la
mañana; a algunas las alcanzó la desesperación y decidieron que su futuro no
germinaría allí, en medio de la escasez, de las oportunidades insuficientes, de
la vida de otros. El horizonte no era el límite para los sueños.
La ciudad mostraba un rostro diferente, cientos de
arterias asfaltadas la surcaban hasta donde la vista no distinguía, gigantes de
hormigón vigilaban las obras humanas desde las alturas, haciendo sentir a sus
habitantes como Wendy en el País de Nunca Jamás. Pero no es así en todas
partes: Nunca Jamás está creciendo.
Esta avalancha de lo rural y lo efímero se suma a la
situación ya existente desde los años 90’ del pasado siglo y no superada en la
mayoría de los casos (calles intransitables, edificios derruidos, casas mal
pintadas o jamás pintadas, rejas sin un atisbo de intención estética, criaderos
de cerdos en jardines y patios), creando una sensación de retroceso más que de
progreso, de vuelta a los orígenes más que de evolución. Darwin estaría
decepcionado.
Sin lugar a dudas la causa de este fenómeno es en
primer término económica, aunque en sus manifestaciones tiene un fuerte
componente social y cultural.
Inevitablemente impulsan la degradación de las
costumbres y la despoblación de zonas económicas priorizadas para la economía; la
falta de sentido de respeto por el derecho ajeno, la imposición de la ley del
más fuerte, el más inculto, el más pícaro, están bullendo en esa misma olla
donde se deterioran el aspecto y la cultura de la ciudad.
Para el migrante suenan ahora las campanas; nadie
puede detener la marea una vez quebradas las barreras. La elegía cantó su
destino y las raíces han vuelto a despertar en tierras extrañas, en la época de
las grandes superficies comerciales.
Pronto nuevas vidas reharán los pasos que hoy marchan silenciosos por el
camino del viento.
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