lunes, 25 de enero de 2016

Del reino la gran ruina…



Por Javier Labrada
El 3 de febrero de 1932, en las primeras horas de la madrugada, un violento terremoto constituido por cuatro fortísimas sacudidas llevo el terror y la desolación a la ciudad de Santiago de Cuba.
Según los registros del científico, astrónomo y periodista catalán Josep Comas Solá, quien publicara la información para su columna en el periódico “La Vanguardia”, se registró un número no escaso de víctimas y pérdidas materiales. A las intensas sacudidas iniciales siguieron numerosas replicas que contribuyeron a mantener el espanto entre los habitantes de la región.
Siguiendo los datos aportados en dicha información las sacudidas iniciales fueron registradas por todos los sismógrafos del mundo, y se conoce por noticias de la prensa de la época que el terremoto fue perfectamente sensible y hasta produjo pánico en otras zonas como Baracoa, Bayamo y Holguín. Su magnitud fue de 6.75 grados en la escala de Richter.

La humanidad paga de vez en cuando su tributo a las leyes ciegas o inconscientes de la Naturaleza. A pesar de ello este no fue el primer sismo de gran intensidad que recoge la historia de la indómita ciudad del Oriente Cubano.
En agosto de 1578 un movimiento telúrico afectó a las ciudades de Santiago de Cuba y Bayamo, a una profundidad de 30 km y una magnitud de 6.8 grados. Dos años después en 1580 tiene lugar un nuevo sismo a la misma profundidad, y con una magnitud de 5.8.
En junio de 1682, el obispo Morell de Santa Cruz deja registro del temblor sentido en la ciudad entre las 11 y 12 horas de la mañana, que extendió su duración 30 min y coincidió con el terremoto de Jamaica, con movimientos tan fuertes que hicieron creer a sus habitantes la sensación de hundimiento, según las palabras del propio obispo. Los datos recogidos coinciden con los anteriores eventos perceptibles en el territorio.
En julio de 1760 vuelve a ocurrir otro sismo a la misma profundidad que los anteriores pero con una magnitud de 6.8, que destruyó la tercera parte de la ciudad y sepultó bajo los escombros gran número de personas.
Seis años después, en junio de 1766 se produce un nuevo evento con una profundidad de 35 km y una magnitud que durante muchos años fue una incógnita, pero que luego se estimó en 7.6 grados Richter. Según los registros oficiales, duró 7 min y destruyó multitud de edificios; durante el resto de la noche hubo más de treinta sacudidas, las que se extendieron hasta el primero de agosto.
Uno de los mayores sismos de los que se tiene registro ocurrió el 20 de agosto de 1852 en la ciudad santiaguera de magnitud 7.3 y con una sacudida violenta en toda la parte oriental del archipiélago cubano y las islas cercanas de Jamaica y La Española. Es el más fuerte reportado durante el siglo XIX, y provocó deslizamientos de grandes piedras en la Sierra Maestra, secado de arroyos y manantiales, así como importantes afectaciones a locales de la administración publica en la ciudad.
Como hemos visto nuestro país ha sido víctima de innumerables eventos dantescos y no se puede eliminar la posibilidad de la ocurrencia de hechos extremos. La lógica de los acontecimientos muestra otras realidades; el mundo desde que existe evoluciona de acuerdo a leyes naturales que le rigen, los fenómenos extremos son parte intrínseca de dicha evolución.
Solo la organización de la sociedad contemporánea y la disciplina de sus miembros ante la prevención de los riesgos, puede disminuir las consecuencias.
En otros espacios informativos continuaremos indagando sobre este importante tema.


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