Por Javier Labrada
El 3
de febrero de 1932, en las primeras horas de la madrugada, un violento
terremoto constituido por cuatro fortísimas sacudidas llevo el terror y la
desolación a la ciudad de Santiago de Cuba.
Según
los registros del científico, astrónomo y periodista catalán Josep Comas Solá,
quien publicara la información para su columna en el periódico “La Vanguardia”,
se registró un número no escaso de víctimas y pérdidas materiales. A las
intensas sacudidas iniciales siguieron numerosas replicas que contribuyeron a
mantener el espanto entre los habitantes de la región.
Siguiendo
los datos aportados en dicha información las sacudidas iniciales fueron
registradas por todos los sismógrafos del mundo, y se conoce por noticias de la
prensa de la época que el terremoto fue perfectamente sensible y hasta produjo
pánico en otras zonas como Baracoa, Bayamo y Holguín. Su magnitud fue de 6.75
grados en la escala de Richter.
La
humanidad paga de vez en cuando su tributo a las leyes ciegas o inconscientes de
la Naturaleza. A pesar de ello este no fue el primer sismo de gran intensidad
que recoge la historia de la indómita ciudad del Oriente Cubano.
En
agosto de 1578 un movimiento telúrico afectó a las ciudades de Santiago de Cuba
y Bayamo, a una profundidad de 30 km y una magnitud de 6.8 grados. Dos años
después en 1580 tiene lugar un nuevo sismo a la misma profundidad, y con una
magnitud de 5.8.
En
junio de 1682, el obispo Morell de Santa Cruz deja registro del temblor sentido
en la ciudad entre las 11 y 12 horas de la mañana, que extendió su duración 30
min y coincidió con el terremoto de Jamaica, con movimientos tan fuertes que
hicieron creer a sus habitantes la sensación de hundimiento, según las palabras
del propio obispo. Los datos recogidos coinciden con los anteriores eventos
perceptibles en el territorio.
En
julio de 1760 vuelve a ocurrir otro sismo a la misma profundidad que los
anteriores pero con una magnitud de 6.8, que destruyó la tercera parte de la
ciudad y sepultó bajo los escombros gran número de personas.
Seis
años después, en junio de 1766 se produce un nuevo evento con una profundidad
de 35 km y una magnitud que durante muchos años fue una incógnita, pero que
luego se estimó en 7.6 grados Richter. Según los registros oficiales, duró 7
min y destruyó multitud de edificios; durante el resto de la noche hubo más de
treinta sacudidas, las que se extendieron hasta el primero de agosto.
Uno
de los mayores sismos de los que se tiene registro ocurrió el 20 de agosto de
1852 en la ciudad santiaguera de magnitud 7.3 y con una sacudida violenta en
toda la parte oriental del archipiélago cubano y las islas cercanas de Jamaica
y La Española. Es el más fuerte reportado durante el siglo XIX, y provocó
deslizamientos de grandes piedras en la Sierra Maestra, secado de arroyos y
manantiales, así como importantes afectaciones a locales de la administración
publica en la ciudad.
Como
hemos visto nuestro país ha sido víctima de innumerables eventos dantescos y no
se puede eliminar la posibilidad de la ocurrencia de hechos extremos. La lógica
de los acontecimientos muestra otras realidades; el mundo desde que existe
evoluciona de acuerdo a leyes naturales que le rigen, los fenómenos extremos
son parte intrínseca de dicha evolución.
Solo
la organización de la sociedad contemporánea y la disciplina de sus miembros
ante la prevención de los riesgos, puede disminuir las consecuencias.
En
otros espacios informativos continuaremos indagando sobre este importante tema.
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