martes, 2 de febrero de 2016

La elegía del migrante



Por Javier Labrada García
 
Los aromas de la mañana acompañan al trotamundos en su viaje a lo desconocido, un sendero antaño recorrido por sus ancestros, los mismos que ahora guardan los caminos del hombre, de sus recuerdos olvidados, de sus vidas pasadas. Y aún el caminante se cuestiona, ¿acaso ya he visto estos ridículos paisajes, las mismas ruinas que buscan imitar las civilizaciones antiguas, monolitos testigos del tiempo, la desesperación y la impotencia, las laderas que nunca vieron la tierra de otra forma (su vida solo tenía sentido si se inclinaban), los arboles exhaustos del azote de los vientos, los otros hombres…, el resto de ellos?
Ahora parecía recordar…Nunca equivocaron los hombres sus caminos. Los destinos fueron escritos en las duras rocas bautizadas por el fuego purificador de Sodoma y Gomorra; las montañas presentaron a sus hijos en los senderos, con sus alforjas a cuestas y la mirada en el horizonte. Desde ese día su futuro y sus nombres serían otros; su hogar: el cielo sobre sus cabezas. La era del nómada ponía su primera piedra.

Ahora lo llaman “éxodo”, y alguien parecía estar contando la historia de Moisés y el pueblo de Dios. La tierra tembló cuando las sandalias cruzaron los límites de la vista, y la sombra encorvada ya no volvió su rostro para la angustiosa despedida. Solo el Sol besó con un tenue resplandor la frente del Prometeo liberado, que huye llevando en sus manos el fuego divino robado del Olimpo.
En su célebre conferencia dedicada a La Habana en 1970, Alejo Carpentier evocaba los días de su adolescencia, en las primeras décadas del pasado siglo, cuando los límites entre la rural y lo urbano todavía eran difusos, y aseguraba sin temor de experto que por ese entonces el “campo” aun solía meterse en la ciudad de las más disímiles formas.
Así recordaba con añoranza las lecherías, donde se vendía la leche fresca, recién ordeñada de las vacas que, esa misma mañana, habían sido traídas desde los corrales cercanos a la urbe por unos recorridos fáciles de seguir a través del hedor y la presencia física de las deposiciones que los animales iban dejando a su paso.
Esa anécdota es el cruel reflejo de una realidad. Disímiles atractivos, muchas veces exagerados empujaron a grandes masas de personas a migrar hacia las ciudades en busca de unas posibilidades mejores para su existencia (o simple subsistencia).
Con esas personas, de hábitos específicos, muchas veces marcadamente rurales, y el crecimiento paralelo de la marginalidad citadina y las múltiples dificultades cotidianas, cambiaron el semblante de las ciudades y las sorpresas aparecieron: ollas colocadas en las aceras para cocinar con leña, cría masiva de cerdos incluso en el interior de viviendas con mínimo espacio y la venta callejera de productos agropecuarios.
Así los recién llegados fueron moldeando la ciudad a la imagen de feria de los milagros con un marcado sabor campestre, surcada por arroyuelos de aguas albañales, lagunas en las furnias callejeras, parques convertidos en solares yermos o vertederos. Es el lado oscuro de la migración rural.
¿Migrar? Sí. Cuando el aldeano vanidoso sale a explorar el mundo -mejor dicho, su aldea- eso es migrar.  Abandonar un espacio con identidad para llegar a otro con nuevas dinámicas sociales, nuevas vidas, nuevos vicios, y tratar de mantener las propias o ir apropiando las nuevas para alcanzar el añorado lugar en la comunidad.
En libros empolvados que el tiempo no recuerda se supo su génesis: cuando el hombre levantó sus ojos queriendo encontrar al Creador, halló otro mundo desconocido, palpó la pureza de formas familiares, edificó maquinarias, expandió sus hogares, se cubrió del metal dorado que hace desvanecer las conciencias, dejó atrás los extensos territorios vírgenes donde el resto de los hombres ambicionaban también tener aquellas dispensas. Mentes privilegiadas del tiempo la nombraron Revolución Industrial. Ahí comenzó la historia, y ya no se detuvo.
En su aventura los hombres encontraron rostros conocidos, algunos olvidados, los semblantes reencarnados de sus antepasados que se desparramaron por el mundo en los albores de la humanidad. Vienen a la memoria las palabras de Manuel Ruiz, el desgraciado protagonista del Gallego de Miguel Barnet, cuando ufano proclamaba que “una idea fija cambia el destino de un hombre”; sin embargo el destino tiene sus propias ideas.
Los antepasados comenzaron a mirar las ciudades desde sus cúpulas escondidas en las serranías, soñando con el día en que las brumosas estepas oníricas dejaran caer sus lindes, y esas enormes metrópolis los llamaran a una nueva y distinta vida.
No pensaron jamás que esa oportunidad vendría de la mano de una catástrofe que enfrentó a los hijos de la tierra entre ellos; la Segunda del siglo XX, que dejó para la historia pesadillas como bomba atómica, holocausto, fascismo, y también la mayor expatriación que recuerde la humanidad.
Solo un siglo antes, un pionero en el campo de la investigación social hacía de las suyas en el Viejo Continente: el geógrafo E.G. Ravenstein, que en el año 1885 daba a conocer sus pretenciosas “12 leyes de las migraciones”, las cuales representan hasta hoy el primer intento de las ciencias de generalizar y predecir las regularidades del fenómeno migratorio.
Solo su pensamiento fue claro y concluyó que las migraciones más importantes se producen desde las zonas rurales a las zonas comerciales e industriales, persiguiendo motivos económicos y se intensifican en la medida en que se acelera el desarrollo tecnológico. La segunda mitad del siglo XX se demostró satisfecha con sus postulados.
Pero el color rosa que suele acompañarlo todo tuvo también sus tonos grises. Los conflictos comenzaron, porque más que la simple movilidad de personas es un  proceso de desconstrucción y reconstrucción de vidas - que ya no volverán a ser las mismas o que nunca lo fueron-, espacios, prácticas culturales y territorios. Todo llega a su fin en la amalgama del cambio.
Algunas aldeas parecían haber convertido la migración en un deporte. Muchos han perdido sus antiguas vidas en la eterna carrera contra el progreso, unos han regresado con la desilusión secándoles el rostro, otros han continuado sin llegar al final del sendero.
Muchas quimeras se evaporaron entre el rocío de la mañana; a algunas las alcanzó la desesperación y decidieron que su futuro no germinaría allí, en medio de la escasez, de las oportunidades insuficientes, de la vida de otros. El horizonte no era el límite para los sueños.
La ciudad mostraba un rostro diferente, cientos de arterias asfaltadas la surcaban hasta donde la vista no distinguía, gigantes de hormigón vigilaban las obras humanas desde las alturas, haciendo sentir a sus habitantes como Wendy en el País de Nunca Jamás. Pero no es así en todas partes: Nunca Jamás está creciendo.
Esta avalancha de lo rural y lo efímero se suma a la situación ya existente desde los años 90’ del pasado siglo y no superada en la mayoría de los casos (calles intransitables, edificios derruidos, casas mal pintadas o jamás pintadas, rejas sin un atisbo de intención estética, criaderos de cerdos en jardines y patios), creando una sensación de retroceso más que de progreso, de vuelta a los orígenes más que de evolución. Darwin estaría decepcionado.
Sin lugar a dudas la causa de este fenómeno es en primer término económica, aunque en sus manifestaciones tiene un fuerte componente social y cultural.
Inevitablemente impulsan la degradación de las costumbres y la despoblación de zonas económicas priorizadas para la economía; la falta de sentido de respeto por el derecho ajeno, la imposición de la ley del más fuerte, el más inculto, el más pícaro, están bullendo en esa misma olla donde se deterioran el aspecto y la cultura de la ciudad.
Para el migrante suenan ahora las campanas; nadie puede detener la marea una vez quebradas las barreras. La elegía cantó su destino y las raíces han vuelto a despertar en tierras extrañas, en la época de las grandes superficies comerciales.  Pronto nuevas vidas reharán los pasos que hoy marchan silenciosos por el camino del viento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario